Lo primero que puedo decirles es
que vivíamos en un sexto sin ascensor y que para la señora Rosa, con los kilos
que llevaba encima y solo dos piernas, aquello era toda una fuente de vida
cotidiana, con todas las penas y los sinsabores. Así nos lo recordaba ella
cuando no se quejaba de otra cosa, porque, además, era judía. Su salud tampoco
era buena, y también puedo decirles que esa mujer merecía un ascensor.
La primera vez que vi a la
señora Rosa tendría yo tres años. Antes de esa edad, uno no tiene memoria y
vive en la ignorancia. Yo dejé de ignorar con tres o cuatro años y a veces lo
echo de menos.
En Belleville había otros muchos
judíos, árabes y negros, pero la señora Rosa tenía que subir los seis pisos
ella sola. Decía que el día menos pensado se moriría en la escalera, y todos
los chiquillos se echaban a llorar, porque es lo que se hace cuando alguien
muere. Unas veces éramos seis o siete los que estábamos allí dentro y otras
veces puede que más.
Al principio, yo no sabía que la
señora Rosa solamente me cuidaba para cobrar un dinero que recibía a fin de
mes. Cuando me enteré, tenía ya seis o siete años y, para mí, saber que era de
pago fue un golpe. Creía que la señora Rosa me quería sin más y que éramos algo
el uno para el otro. Estuve llorando toda una noche. Fue mi primer desengaño.
Al verme tan triste, la señora
Rosa me explicó que la familia no significa nada y que incluso hay gente que se
marcha de vacaciones dejando a sus perros atados a un árbol y que cada año tres
mil perros mueren así, privados del cariño de los suyos. Me sentó sobre su
regazo y me juró que yo era lo más valioso que tenía en el mundo. Pero entonces
me acordé del dinero que llegaba todos los meses y me fui llorando.
Bajé al café del señor Driss y
me senté delante del señor Hamil, que era vendedor ambulante de alfombras en
Francia y había visto de todo. El señor Hamil tiene unos ojos tan bonitos que
da gusto verlos. Cuando lo conocí era ya muy viejo, y desde entonces no ha hecho
más que envejecer.
— ¿Por qué sonríe siempre, señor Hamil?
—Para dar gracias a Dios todos los días por mi
buena memoria, mi pequeño Momo.
Yo me llamo Mohammed, pero todos
me llaman Momo porque es más corto.
—Hace sesenta años, cuando era joven, conocí a una
muchacha que me quería y a la que yo también quería. Aquello duró ocho meses,
hasta que ella se mudó de casa, y ahora, al cabo de sesenta años, todavía me
acuerdo. Yo le decía: No te olvidaré nunca. Pasaban los años y no la olvidaba.
A veces tenía miedo, porque aún me quedaba mucha vida por delante y ¿cómo podía
yo, un pobre hombre, mantener mi palabra cuando es Dios quien tiene la goma de
borrar? Pero ahora estoy tranquilo. No voy a olvidar a Djamila. Ya me queda
poco tiempo, me moriré antes.
Pensé en la señora Rosa, dudé un
momento y le pregunté: —Señor Hamil, ¿se puede vivir sin amor?
No contestó y bebió un poco de
té de menta que es bueno para la salud. Desde hacía una temporada, el señor
Hamil llevaba siempre una chilaba gris para que, si le llegaba la hora, no le
pillara con la americana puesta. Me miró y guardó silencio. Seguramente pensaba
que yo era todavía un menor y que había cosas que no debía saber. Entonces yo
tendría siete años o tal vez ocho, no puedo decírselo con exactitud porque yo
no tengo fecha, como verán cuando nos conozcamos mejor, si consideran que vale
la pena.
—Señor Hamil, ¿por qué no contesta?
—Eres muy joven y cuando se es tan joven es mejor
no saber ciertas cosas.
—Señor Hamil, ¿se puede vivir sin amor?
—Sí —dijo, y bajó la cabeza como si le diera
vergüenza. Yo me eché a llorar.
Durante mucho tiempo no supe que
era árabe porque nadie me había insultado. No me enteré hasta que fui a la
escuela. Pero nunca me peleaba con nadie; cuando se pega a alguien siempre
duele.
La señora Rosa había nacido en
Polonia, como judía que era, pero se había buscado la vida muchos años en
Marruecos y en Argelia, y hablaba el árabe como usted y como yo. Por este
motivo, sabía también judío y hablábamos a menudo en esa lengua. La mayoría de
los inquilinos de nuestro edificio eran negros. Hay tres casas de negros en la
calle Bisson y en otras dos calles más, en las que viven por tribus, como en
África. Los más numerosos son los sarakollé
y luego vienen los toucouleurs, que
no son pocos. Hay otras muchas tribus en la calle Bisson, pero no tengo tiempo
de nombrarlas a todas. El resto de la calle y del bulevar de Belleville es
principalmente árabe y judío. Y así hasta la Goutte d’Or, donde empiezan los
barrios franceses.
Al principio, yo no sabía que no
tenía madre ni sabía tampoco que hiciera falta tener una. La señora Rosa
evitaba hablarme de ello para no darme ideas. Yo no sé por qué nací ni qué pasó
exactamente. Mi amigo el Mahoute, que tiene algunos años más que yo, me dijo
que eso es por la higiene. Él nació en la alcazaba de Argel y después vino a
Francia. En la alcazaba todavía no había higiene y él nació porque no tenían
bidé, ni agua potable, ni nada. El Mahoute lo supo más tarde, cuando su padre
trató de justificarse y le juró que no había habido mala voluntad por parte de
nadie. El Mahoute dice que ahora las mujeres que se buscan la vida tienen una
píldora para eso de la higiene, pero que él había nacido demasiado pronto.
Una o dos veces por semana
venían a casa bastantes madres, pero siempre era para ver a los otros. En casa
de la señora Rosa casi todos éramos hijos de putas y cada vez que alguna se
marchaba a provincias para buscarse la vida durante unos meses, pasaba a ver a
su crío antes y después del viaje. Así fue como empezaron los problemas con mi
madre. Me parecía que todos tenían una menos yo. Y comencé a tener calambres en
el estómago y convulsiones para hacerla venir. En la acera de enfrente, había
un chico que tenía un balón y que me había dicho que su madre venía a verlo
siempre que le dolía la barriga. Yo tuve dolor de barriga, pero nada. Luego
tuve convulsiones, y tampoco. Hasta empecé a cagar por todo el piso. Nada. Mi
madre no vino y la señora Rosa me llamó moro de mierda por primera vez, porque
ella no era francesa. Yo le grité que quería ver a mi madre y seguí cagando por
toda la casa durante unas semanas para vengarme. La señora Rosa acabó por
decirme que si no paraba me llevaría al hospicio, y eso me dio miedo, porque el
hospicio es lo primero que se enseña a los niños. Seguí cagando por principios,
pero no era vida. Entonces éramos siete los hijos de putas pensionistas en casa
de la señora Rosa, y todos nos pusimos a cagar a cuál mejor, porque no hay nadie
más conformista que un crío, y pronto hubo tanta caca por todas partes que la
mía no se notaba.
La señora Rosa estaba ya muy
vieja y cansada para tener que aguantar eso, y se lo tomaba muy mal, porque ya
había sido perseguida por judía. Todos los días tenía que subir varias veces
los seis pisos, con sus noventa y cinco kilos y sus dos pobres piernas, y
cuando entraba en casa y olía la caca, se dejaba caer en una butaca con todos
los paquetes y se echaba a llorar. Y hay que comprenderla. Los franceses son
cincuenta millones, y ella decía que si todos hubieran hecho como nosotros, ni
los alemanes lo habrían resistido y se habrían largado. La señora Rosa conoció
bien Alemania durante la guerra, pero había vuelto. Entraba, olía la caca y se
ponía a gritar: « ¡Esto es Auschwitz! ¡Esto es Auschwitz!», porque la habían
deportado a Auschwitz, por judía. De todos modos, en lo del racismo era siempre
muy correcta. Por ejemplo, con nosotros vivía un tal Moisés al que ella llamaba
a veces moro sucio, pero a mí nunca. Entonces yo no me daba cuenta de que, a
pesar de su peso, aquella mujer tenía delicadeza. Al final lo dejé porque no
conseguía nada y mi madre no venía. Pero seguí teniendo calambres y
convulsiones durante mucho tiempo y aún hoy a veces me duele la barriga.
Después traté de llamar la atención de otro modo. Empecé a rapiñar en las
tiendas, un tomate aquí y un melón allí. Siempre esperaba a que alguien mirase.
Cuando salía el dueño y me daba un cachete, me ponía a berrear, pero por lo
menos alguien se fijaba en mí.
Un día robé un huevo en una
tienda. La dueña me vio. Yo prefería robar donde hubiera una mujer, pues de lo
único de lo que podía estar seguro era de que mi madre era una mujer, no puede
ser de otra manera. Cogí el huevo y me lo metí en el bolsillo. La dueña de la
tienda se acercó. Yo estaba esperando el cachete para hacerme notar, pero ella
se agachó y me acarició la cabeza. Y hasta me dijo:
— ¡Qué niño más guapo!
Al principio pensé que quería
recuperar el huevo por la vía sentimental y lo guardé dentro de la mano, en el
fondo del bolsillo. No tenía más que darme una bofetada para castigarme, que es
lo que hacen las madres cuando se ocupan de uno. Pero ella se levantó, se fue
al mostrador y me dio otro huevo. Después me dio un beso. Tuve un momento de
esperanza que no puedo explicarles porque no es posible. Me quedé toda la
mañana delante de la tienda, esperando. No sé qué esperaba. De vez en cuando,
la mujer me sonreía y yo seguía allí, con el huevo en la mano. Yo tendría
entonces unos seis años y me figuraba que aquello era para toda la vida, cuando
en realidad no era más que un huevo. Volví a casa y me dolió la barriga todo el
día. La señora Rosa había ido a la comisaría para dar un testimonio falso que
la señora Lola le había pedido. La señora Lola era un travesti del cuarto piso,
que había sido campeón de boxeo de Senegal y que ahora trabajaba en el Bois de
Boulogne; había noqueado en el Bois a un cliente sádico que no podía imaginar
con quién se había topado. La señora Rosa tenía que declarar que aquella noche
estaba en el cine con la señora Lola y que después las dos habían estado viendo
la televisión. Más adelante hablaré de la señora Lola que, desde luego, era una
persona distinta a las demás, porque también las hay. Por eso la quería.”
La vida ante sí
Romain Gary (Émile Ajar)
Traducción: Ana María de la Fuente
deBolsillo, 2008
páginas: 19-24
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