un cuento de
Romain Gary
La playa, el océano y el
cielo rápidamente se llenaban de una luz difusa porque el único signo que había
del invisible sol era el incandescente brillo que se notaba al incrementarse la
claridad. Sus senos estaban completamente visibles tras su delgado y húmedo
vestido, y percibía la sensación de que algo faltaba en ella: aquella
vulnerabilidad, la inocencia de sus claros ojos que miraban con fijación, la
fragilidad de cada movimiento de sus hombros hicieron parecer que el mundo a su
alrededor fuera más llevadero, más fácil de soportar, como si finalmente fuera
posible tomarla en sus brazos y llevarla a una mejor playa. Nunca cambiarás,
Jacques Rainier, se dijo burlonamente: un poco soñador, un poco de tonto.
-Siento frío -dijo ella-.
Siempre pienso que voy a morir congelada.
-Venga conmigo.
Su cuarto estaba detrás del bar, las ventanas
tenían amplia vista a las dunas y al mar. Ella se detuvo un momento en la
ventana que daba a la bahía. El la observó como ella miraba furtivamente hacia
el lado derecho, él giró su cabeza hacia esa misma dirección y vio que el
esqueleto estaba acuclillado al pie de la duna, sorbiendo de la botella, el
negro con la vestimenta de Luis XV aún dormía bajo la blanca peluca que se la
había corrido hacia abajo para cubrirle los ojos y el hombre de cuerpo pintado,
estaba sentado con las piernas cruzadas, mirando fijamente a un par de
sandalias de tacón alto de vestimenta de salida que sostenía en sus manos. El
hombre habló algo y empezó a reír. El esqueleto dejó de beber, estiró la mano y
recogió un brassiere negro de la arena, levantó la mano y lo arrojó al mar.
-Debió dejarme morir -dijo
ella-. Es tan terrible...
Ella se cubrió la cara con las manos.
-No sé como sucedió -dijo
ella-. Yo estaba en la calle, había mucha gente en el carnaval. Ellos me
metieron a un auto a la fuerza y me trajeron acá, luego... luego... los tres...
Entonces así fue la cosa, pensó él. Siempre
hay una explicación, hasta los pájaros que caen del cielo lo hacen por alguna
razón. Muy bien. Fue por una bata de baño mientras ella se desvestía. Dio una
mirada a los tres que estaban en la duna a través de la ventana que daba a la
bahía. Había un revolver en el cajón de su pequeño velador, pero pudo
contenerse ante la tentación; tarde o temprano ellos morirían por sus propias
culpas, y con un poco de suerte, su muerte sería mucho más dolorosa que la
normal. El hombre pintado aún sostenía las sandalias con una mano, parecía que
les decía algo a los otros. El esqueleto reía y el negro todavía dormía con la
peluca blanca sobre sus ojos. Ellos la habían traído para acá, la tiraron al
pie de la duna, frente al mar, entre miles de pájaros muertos. Seguramente ella
habría gritado, habría luchado y rogado y pedido auxilio pero él no había
escuchado nada. Y pensar que él tenía un sueño tan ligero que el impacto de un
ave marina posándose en el techo era suficiente como para despertarlo.
Seguramente el sonido del mar debió ahogar su voz. Los huanayes hacían círculos
sobre las ondulaciones marinas dando chillidos agudos y de cuando en cuando
caían como piedras sobre el cardume.
Las islas guaneras se elevaban en el mar sobre
el horizonte, blancas como tiza. Ellos no habían tomado su collar de diamante
ni sus anillos - eso no era lo que ellos habían querido. Tal vez él debiera matarlos
de todas maneras, para hacerles recordar un poco, al menos, de lo que habían
robado. ¿Cuántos años podría tener ella: 21 o 22? Ella no había llegado a Lima
sola. ¿Habrá un padre o quizás un esposo esperándola? Los tres hombres no
parecían tener apuro en irse, ni tampoco parecían estar asustados por la
policía, estaban simplemente cambiando impresiones en la playa, seguramente
sobre los rezagos de un carnaval que los había dejado completamente
satisfechos.
Al volver, él la encontró parada en medio de
la habitación, esforzándose para quitarse el vestido húmedo. El la ayudó a
quitárselo, la ayudó a colocarse el otro vestido y sintió que se estremecía y
temblaba por momentos en sus brazos. Las joyas brillaron en su desnudo cuerpo.
-Nunca debí dejar el hotel
-dijo ella-. Debí encerrarme en mi habitación.
-Ellos no le han quitado
sus joyas -remarcó él. Iba a decir: "Tiene suerte", pero se contuvo y
sólo preguntó: -¿Desea que llame a alguna persona?
Ella pareció no escuchar.
-No sé qué hacer -dijo
ella-. Realmente,, no lo sé... Tal vez fuera mejor que primero vea a un doctor.
-Nos ocuparemos de eso.
Acuéstese y métase bajo las sábanas, está usted temblando.
-No tengo resfrío. Déjeme
descansar aquí.
Ella se estiró en la cama y jaló la sábana
hasta taparse la barbilla, temblando y sin dejar de mirarlo.
-No creo que usted esté
loco por mí. ¿Sí?
El sonrió, se sentó al borde de la cama y le
acarició la cabellera.
-¿En verdad, por qué
habría de estarlo?
Ella le cogió la mano y la presionó contra sus
mejillas como si fuera una niña, después se la llevó a sus labios. Sus pupilas
estaban dilatadas. Sus ojos se notaban extrañamente fijos, infinitos y húmedos
con reflexiones verdosas como el mar.
-Si usted supiera...
-No piense más en eso.
Ella cerró sus ojos e hizo descansar su cara
en la mano de él.
-Quise acabar de una vez,
tuve que hacerlo. No puedo continuar viviendo así; no lo puedo soportar. Quiero
deshacerme de mi propio cuerpo.
Sus ojos aún estaban cerrados. Sus labios
temblaban un poco. El nunca había visto un rostro tan puro. Luego ella abrió
los ojos y lo miró, lo miró como quien implora por caridad.
-¿Verdad que no lo
disgusto? Dígame la verdad por favor.
El se inclinó hacia ella y la besó en los
labios.
El había visto a muchos niños caminando por la
playa buscando pájaros aún con vida, para luego acabarlos con un fuerte
taconazo. El los había golpeado cada vez que agarraba a algunos de ellos, pero
ahora él estaba cediendo a la influencia de su herida fragilidad, ahora estaba
rematándola así inclinado sobre sus pechos, presionando sus labios sobre los de
ella. Sintió sus brazos alrededor de su hombro.
-Sé que no le causo
disgusto-, dijo ella solemnemente.
El trató de controlarse. Era solamente la
novena ola de soledad que acababa de romper y sus sentimientos empezaban a
conducirlo lejos. Todo lo que deseaba en ese momento era permanecer así por
siempre, hizo descansar su rostro en el cuello de ella y cerró los ojos. -Sí,
por favor-, murmuró ella-. Ayúdeme a olvidar, ayúdeme.
Ella quiso permanecer así con él. Quiso
permanecer con él por siempre en su vacío café al final del mundo. Su voz era
tan convincente, su mirada anhelante y había tal promesa en sus delicados
brazos que apretaban su hombro, que él sintió como si hubiera llegado a la meta
de su vida después de todo lo pasado y en el último momento. El la mantuvo
asida, a veces levantándole la cabeza suavemente con sus manos, mientras
décadas de soledad caían con un peso aplastante sobre sus hombros y la novena
ola lo tiraba abajo y lo arrastraba hacia mar adentro.
-Sí-, murmuró ella.
-Hazlo... quiero queelo hagas.
Y cuando la ola regresó y él nuevamente se
encontró en la playa, se dio cuenta que ella estaba llorando. El la dejó llorar
sin abrir sus ojos ni levantar su frente que la tenía presionada contra su
mejilla; sintió sus lágrimas y el violento golpeteo de su corazón contra el
suyo. Luego escuchó voces y un ruido en la terraza. Se acordó de los tres
hombres de las dunas y eso lo hizo saltar de la cama rápidamente para coger su
arma.
Alguien caminaba por la terraza mientras se
oía el ronco grito de las focas a la distancia. Las aves marinas chillaban en
su vuelo entre cielo y agua, y una ola reventó terminando en la arena ahogando
unas voces que se acercaban, luego se retiraron tras una corta pero triste
risa. Al rato alguien dijo en inglés:
-Maldita sea, muchacho,
maldita sea, eso es lo que pasa. Ya lo he soportado antes. Esta es la última
vez que viajo con ella alrededor del mundo. Definitivamente, el mundo está
sobre poblado.
El hombre abrió la puerta. Tendría unos 50
años y estaba vestido con smoking. Se quedó parado al lado de la mesa
apoyándose en un bastón y empezó a jugar con el pañuelo verde que ella había
dejado junto a la taza. El llevaba un pequeño bigote cano, sobre sus hombros
había un poco de confeti, sus manos eran temblorosas, de ojos azul acuoso,
rostro de borrachín, algo delgado; lo que denotaba vagas características de
cansancio que empañaban su verdadera expresión que podía ser de distinción o de
corrupción. Su pelo era teñido y se asemejaba a un bisoñé: clavó la mirada en
Rainier que estaba en la puerta media abierta y sonrió irónicamente, dio una
mirada al pañuelo, luego volvió los ojos a Rainier nuevamente. Su sonrisa se
agrandó, burlona, triste y a la vez amarga. A su lado, apoyándose en la polea,
estaba un apuesto joven disfrazado de torero, su pelo era negro y fino. El
mantenía su mirada baja con inocultable expresión de malhumor; en una mano
sostenía un cigarrillo. Un poco más lejos, sobre los peldaños de la escalera,
estaba parado el chofer vestido con uniforme y gorra grises, tenía sobre sus
brazos un vestido de mujer. Rainier puso el arma en una silla y salió hacia la
terraza.
-Deme una botella de
whisky, por favor-, dijo el hombre del smoking a la vez que dejaba el pañuelo
sobre la mesa-. Por favor... -repitió.
-El bar aún no está
abierto -contestó Rainier en inglés.
-Bueno. Entonces algo de
café. Un café mientras esperamos que la señora termine de vestirse.
El hombre le lanzó una mirada de resentimiento
y se enderezó un poco apoyándose en su bastón. Su rostro se veía pálido en la
tenue luz, sus rasgos estaban como congelados en una petulante expresión de
vileza y rencor. Una nueva ola remeció los pilotes e hizo vibrar al café que
estaba sobre la mesa.
-Las olas, el océano, las
fuerzas de la naturaleza...Es usted francés ¿No es cierto? Si es así, entonces
ella está remontando sus pasos. Nosotros vivimos casi dos años en Francia,
ellos nada ayudaron, fue otra experiencia de inmerecida reputación. En cuanto a
Italia...Mi secretaria, a quien usted está viendo aquí, es una chica
italiana... Italia tampoco ayudó ni una pizca. Definitivamente, los amantes
latinos están sobre valorados.
El hombre vestido como torero se miró los pies
con desagrado. El inglés volteó la mirada hacia la duna: el esqueleto aún
dormía con los brazos estirados y con la cara hacia arriba; el hombre en azul,
rojo y amarillo estaba sentado en la arena con la cabeza tirada hacia atrás,
bebiendo algo de una botella; el negro con su peluca blanca y vestido de
cortesano, estaba parado en el agua, se había desabotonado el pantalón blanco
de seda y orinaba en el mar.
-Estoy seguro que ellos
tampoco han ayudado-, dijo el inglés señalándolos con su bastón-. Sobre la
tierra hay ciertos hechos que exceden al poder del hombre. Quiero decir de tres
hombres... solo espero que no le hayan robado sus joyas. Una fortuna que los
del seguro no lo cubrirán. Ellos la acusarán de descuidada. Algún día uno de
ellos le retorcerá el pescuezo. Dicho sea de paso, ¿puede Vd. decirme de donde
salen todos estos pájaros muertos? Parece que hubiera miles. He oído hablar del
cementerio de elefantes, pero nunca de aves... ¿Podría ser una epidemia? Debe
haber una explicación, creo yo.
El escuchó que se abría la puerta posterior,
pero no se inmutó.
-¡Ah, conque ya estás
aquí! -dijo el inglés haciendo una pequeña reverencia-. Empezaba a preocuparme
por ti, querida. Nos hemos estado helando allí, sentados en el coche por más de
cuatro horas, esperándote hasta que fue demasiado y ahora estamos en medio de
no sé donde... Los accidentes suceden tan rápidamente.
-Déjenme sola y váyanse.
Cállense la boca, por favor. Por favor, déjenme sola ¿Por qué han venido?
-Querida mía. Fue una
preocupación muy natural...
-Te odio. Te detesto. ¿Por
qué me sigues? Tú me prometiste...
-La próxima vez, querida,
deja las joyas en la caja del hotel, por favor. Es lo más seguro.
-¿Por qué siempre tratas
de humillarme?
-Yo soy el humillado,
querida. Al menos,, de acuerdo a las convenciones sociales. Pero estamos por
sobre todo eso, naturalmente: Unos cuantos felices... Aunque esta vez has ido
un poco más lejos. No hablo de mí. Estoy listo para aceptar cualquier cosa como
bien lo sabes. Te amo y te lo he probado suficientemente. Pero pudo haberte
sucedido algo... Ellos pudieron matarte...en un exceso de entusiasmo, y no
queremos perderte, ¿verdad Mario? Todo lo que te pido es un poco más de
prudencia, y un poco más de...discriminación.
-Estás borracho, todavía
estás borracho.
-Es solamente
desesperación, mi amor... mi ninfa. Cuatro horas en el coche con toda clase de
pensamientos por dentro... Comprenderás que no soy el más feliz de los
maridos...
-¡Cállate. Cállate por
amor de Dios!
Ella empezó a lloriquear. Rainier no la
miraba, pero estaba seguro que ella se frotaba los ojos con sus puños: eran
lloriqueos de niña. El trató de no pensar, de no comprender. Todo lo que quería
oír era el bramido de las focas, el chillido de los pájaros y el murmullo del
océano. Permaneció de pie junto a ellos, sin moverse y con la mirada baja, como
si se estuviera sintiendo que se congelaba - una frialdad que llegaba a ser
glacial postura que lo hería o quizás era que solo se le puso la carne de
gallina.
-¿Por qué me salvó? gritó
ella-. Debió haberme dejado allí. Una ola más y todo hubiera acabado. Quise
poner fin a todo esto, no lo puedo soportar, no puedo. Y no soporto seguir
viviendo así. Debió dejarme.
-Monsieur-, habló el inglés con intención-.
¿Cómo puedo expresarle mi gratitud hacia usted? Más bien, quiero decir nuestra
gratitud. Permítame, a nombre de todos nosotros...le estaremos eternamente
agradecidos... Vamos mi amor, es tarde... Te lo aseguro, no sufro más... En
cuanto a lo otro... Haremos una consulta con el doctor Guzmán en Montevideo.
Según parece él está consiguiendo curas casi milagrosas. ¿No es así Mario?
El torero se encogió de hombros.
-El profesor Guzmán es un
gran hombre, un discípulo de Freud, un verdadero sanador... La ciencia todavía
no ha dado su última palabra. Todo está en su libro, ¿no es así mi
pequeña...ninfa?
-Por favor ya cállate
-atinó a decir el torero.
-¿Recuerdas a esa dama de
sociedad que no lo podía hacer más que con jockeys que pesaran exactamente cien
libras? Ni más ni menos... ¿Y la hermosa dama que tenía que sentir el toque en
su puerta justo al momento culminante? Tenían que dar tres golpes cortos
seguido de uno más largo. El alma humana es insondable, y que me dices de la
esposa del banquero que tenía que escuchar primero el sonido de la alarma
contra ladrones de la caja fuerte antes de que pudiera darla, claro que eso la
ponía en una situación casi imposible porque el sonido hacía despertar al
marido.
-Basta Roger -le dijo el
torero-. No tiene gracia lo que dices y estás borracho.
-¿Y el caso de la dama
aburrida que podía obtener buenos resultados solamente cuando su compañero le
colocaba el cañón de un revolver sobre su sien en el momento preciso? El
profesor Guzmán las ha curado a todas ellas. Él lo cuenta en su libro. Al final
todas consiguieron sanar, querida. Todas. No hay razón para sentirse desmoralizada.
Ella cruzó la sala por su costado sin mirarlo.
El chofer con mucho respeto le colocó el sobretodo sobre sus hombros.
-Y además, como sabes,
Mesalina era también así. Ella nunca cesó de experimentar, probar... y ella era
una emperatriz.
-Roger, basta ya -dijo el torero.
-Aunque es cierto que en
esa época aún no existía el psicoanálisis. El profesor Guzmán la hubiera
ayudado. Caramba, carambola mi pequeña reina, no me mires así. Mario,
¿recuerdas a aquella chica llena de resentimientos que no podía hacer nada en
ninguna parte hasta que escuchara el rugido de un león? ¿Y la otra que primero
tenía que hacer tocar al marido The Afternoon of a Faun con una mano? Estoy
preparado para todo, querida. El amor que te tengo y mi comprensión no tienen
límites. ¿Y la muy graciosa dama que tenía que estar en el Ritz de modo que
pudiera mirar la Columna de Vendome justo en el momento cumbre? Que
indescifrable es el misterio que envuelve al alma humana. Y la jovencita que
había pasado su niñez en Marruecos y no lo podía hacer? Quiero decir que no lo
podía hacer sin escuchar el monótono canturreo marroquí. Muy poético. ¿Y esa
novia de Londres durante la Blitzkrieg que siempre le pedía a su marido que
imitara el silbido de una bomba? Todas ellas se han convertido en excelentes
esposas, querida mía.
El jovencito de torero decididamente dio unos
pasos hacia el inglés y le propinó una buena cachetada. El inglés empezó a
llorar.
-No puedo soportarlo más
-dijo. -No puedo.
Ella entonces empezó a descender por la escalera
y él (el francés) la miró caminar descalza por la arena, entre los pájaros
muertos. Su pañuelo verde que llevaba en la mano lo iba arrastrando por la
arena, la cabeza altiva, y su perfil sobre el mar se veía tan puro que estaba
seguro que ni la mano de cualquier hombre ni la de Dios hubiera podido
agregarle algo más.
-Bien, Roger,
tranquilízate ya-, le dijo el secretario.
El inglés cogió el vaso de aguardiente que
ella había dejado en la mesa y se lo tomó de un solo golpe. Puso el vaso sobre
la mesa, sacó un billete de su billetera y lo colocó en el platillo de la
salsa, miró las dunas reconfortado, suspiró y dijo a modo de pensamiento:
-Todos estos pájaros
muertos-. Hizo una pausa y continuó:
-Debe haber una
explicación.
Ambos hombres se alejaron también. En la parte
alta de la duna, ella se detuvo antes de desaparecer tras la arena, dudó un
instante, luego se dio media vuelta impulsivamente para mirar al café, pero
Rainier ya no estaba más a la vista. No se veía a nadie. El café estaba vacío. “
FIN
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