ilustración: Manuele Fior |
“Yo les decía que no y lo sentía
por la señora Rosa, pero ¡qué se le va a hacer! Sobre todo había una que siempre
era muy cariñosa y que algunas veces, al pasar, me metía un billete en el
bolsillo. Llevaba minifalda y botas altas y era más joven que la señora Rosa. Tenía
unos ojos muy dulces y una vez, después de mirar a todos lados, me cogió de la mano y nos fuimos a un café
que ya no existe porque le tiraron una bomba, el Panier.
—No estés ahí en la acera. No es lugar para un
niño.
Me acariciaba el pelo para
arreglármelo, pero yo sabía que era para acariciarme.
—¿Cómo te llamas?
—Momo.
—¿Dónde están tus padres, Momo?
—No tengo a nadie, ¿qué se cree? Soy libre.
—Pero ¿alguien te cuidará?
Yo seguía chupando mi naranjada,
pues hay que andar con ojo.
—Podría hablar con ellos. Me gustaría ocuparme de
ti. Te pondría en un estudio, estarías como un rey, no te faltaría de nada.
—Ya veremos.
Terminé la naranjada y bajé del
taburete.
—Toma, tesoro, para caramelos.
Me puso un billete en el
bolsillo. Cien francos. Tal y como lo oyen.
Volví dos o tres veces y ella
siempre me sonreía, pero desde lejos, tristemente, porque no era suyo.
Pero, mala pata, la cajera del
Panier era amiga de la señora Rosa de cuando las dos se buscaban la vida juntas
y se lo contó a la vieja. ¡La que se armó! Nunca había visto a la judía de aquella
manera. «¡Yo no te he educado para eso!», decía llorando. Lo repitió tres veces.
Tuve que jurarle que no volvería por
allí y que nunca sería un proxineta. Me dijo que todos eran unos chulos y que
prefería morirse. Pero yo no veía qué otra cosa podía hacer, con diez años.
Lo que a mí siempre me ha
llamado la atención es que las lágrimas formen parte del programa. Significa
que hemos sido programados para llorar. Había que pensarlo. Ningún constructor respetable
haría eso. Los giros seguían sin llegar
y la señora Rosa empezó a echar mano de la caja de ahorros. Tenía guardados algún
dinero para la vejez, pero ahora sabía que ya no duraría mucho. Todavía no
tenía cáncer, pero el resto se
deterioraba rápidamente. Hasta me habló por primera vez de mi madre y de mi
padre, porque parece que eran dos. Me dejaron allí una noche y mi madre se echó
a llorar y salió corriendo. La señora Rosa me inscribió como Mohammed,
musulmán, y les prometió que me trataría a cuerpo de rey. Y después, después…, suspiraba,
y era todo lo que sabía, pero no me
miraba a los ojos cuando lo decía. No sabía qué era lo que me ocultaba, pero
por la noche me daba miedo. Nunca conseguí sonsacarle nada, ni siquiera cuando el
dinero dejó de llegar y ya no tenía por qué ser considerada conmigo. Lo único
que sabía era que tenía un padre y una madre, porque en eso la naturaleza es
como es. Pero nunca habían vuelto y la
señora Rosa adoptaba un aire culpable y
se callaba. Desde ahora les digo que nunca he encontrado a mi madre, no quiero
que se hagan ilusiones. Un día me puse muy pesado y la señora Rosa inventó un
cuento tan tonto que daba risa.
—A mí me parece que tu madre tenía prejuicios
burgueses porque era de buena familia. No quería que tú supieras a qué se
dedicaba. Por eso se marchó sollozando, con el corazón destrozado, para no
volver más porque el prejuicio te hubiera provocado un trauma, como exige la
medicina.
Y se echó a llorar, la señora
Rosa, a nadie le gustaban tanto las historias bonitas como a ella. Creo que el
doctor Katz tenía razón. Cuando se lo conté, él me dijo que las putas son muy
sentimentales. Y lo mismo el señor Hamil, que ha leído a Victor Hugo y ha
vivido más que cualquier persona de su edad, cuando me explicó sonriendo que
las cosas no son blancas ni negras y que lo blanco es a menudo lo negro que se
esconde y lo negro es a veces lo blanco
que se ha dejado engañar. Y añadió, mirando al señor Driss, que acababa de
servirle un té de menta: «Se lo digo por experiencia». El señor Hamil es un
gran hombre, pero las circunstancias no le han dejado llegar a serlo.”
La vida ante sí
Romain Gary (Émile Ajar)
Traducción: Ana
María de la Fuente
deBolsillo, 2008
páginas: 66-68
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